“Llámese como se llame, cualquier brote de delincuenciaen la Ciudad de México lo vamos a combatir".- Miguel Ángel Mancera.
"A ver hijo
de la chingada, no te me pongas pendejo que ahorita te trueno el cohete",
vociferó el sujeto con un tono caribeño, acelerado y nervioso.
Yo, tan pendejo como
afirmó aquel hombre, e inmerso en mis pensamientos, medianamente entendí lo que
estaba insinuando. Tomé un sorbo del café que minutos antes había adquirido.
“¿Disculpe
usted?”, me atreví a preguntar, con cortesía, aún a la espera de una respuesta
más amable y todavía sin comprender lo que estaba sucediendo.
“Rápido, dame el
celular, que aquí tengo el cohete”, insistió el hombre.
Lo entendí: estaba
siendo asaltado. En un abrir y cerrar de ojos me convertí en uno de los más de 10
mil delitos que se cometen cada año en mi querido Esmógico City.
Me encontraba
esperando un autobús sobre la lateral del Periférico Sur, en la colonia Isidro
Fabela, en la delegación Tlalpan, misma que registra 180 robos por cada 100 mil
habitantes, según la misma Secretaría de Seguridad Pública capitalina.
No puedo asegurar
que el sujeto era extranjero, pero su tono de voz y su lenguaje me causó
curiosidad. El agresor, de unos 50 años, delgado, de tez morena, cabello
grasoso semi largo, rasurado, con una sudadera color negro deslavado y pantalón
de mezclilla mostró el objeto; apenas pude divisar el cañón de lo que tenía las
características de un arma cubierta con un papel periódico de nota roja.
Ahora me pregunto
si el malhechor tendrá familia, esposa, hijos, o estaba desesperado por comer...
¿Qué haría después?, ¿Cometería algún otro delito en el transcurso del día?, o
¿Por qué razón me había elegido para cometer su fechoría?
Traté de confirmar
si se trataba de un arma de fuego, pero sólo pude centrar la mirada en la
portada del diario que cubría el objeto, lo que me llevó a imaginar que podría ser
yo el que apareciera en la edición del domingo con un cabezal alarmante: “LE
TRUENAN EL COHETE EN LA PARADA DEL CAMIÓN”.
“Tranquilo viejo”,
le dije, relajado, mientras busqué a mi alrededor a un justiciero que pudiera
llegar a mi auxilio, algún tipo Van Dame o Chuck Norris que llegara a
defenderme y romperle la columna vertebral de un golpe, o mínimo algún tuitero
que pudiera grabar el momento para documentar el hecho y hacerlo viral. La
presencia policial nunca fue mi esperanza, y como era de esperarse, no llegó
nadie.
Según datos
oficiales, la probabilidad de sufrir un asalto en la Ciudad de México es dos
veces mayor que en el resto del país, tan solo de enero a marzo de 2017, los
asaltos a transeúnte con violencia subieron casi 28 por ciento, y en ese
momento yo me estaba convirtiendo en una estadística.
No puse
resistencia, procedí a seguir las indicaciones casi al pie de la letra, sacar
el aparato celular de la bolsa interior de mi chaleco.
Por mi mente pasó el
momento cuando compré los audífonos que estaría por entregarle al sin vergüenza,
incluso pensé en desconectarlos del dispositivo y negociar una escapatoria.
Demasiado tarde ya lo tenía en sus manos.
Una vez con mi
teléfono en su poder, volvió clamar: “Ahora… dame la billetera”, lo que me
colocó en una posición de extrañeza, no le fue suficiente el dispositivo y no
es común escuchar que alguien haga referencia a “la billetera”.
Mientras esculqué
el bolsillo donde suelo acomodar “la billetera”, pensé en que podía perder tres
artículos valiosos a mi juicio; la licencia de conducir, la tarjeta bancaría y
la tarjeta del metro, que apenas había recargado.
“Tranquilo… No te
voy a dar la cartera, pero te voy a dar el dinero”, dije, mientras busqué una
superficie para dejar el café que no me había terminado y tener las dos manos
libres para enfrentarme al villano, hasta pensé en utilizarlo como método de
defensa. Pero reflexioné, además del celular y la cartera podía perder el café recién adquirido.
La acción
inmediata fue entregar el dinero, trescientos pesos en efectivo, dos billetes,
mostré la cartera vacía para que no hubiera duda sobre el contenido.
Una vez, cometido
el acto, el sujeto se tornó violento, me ordenó darme la vuelta y caminar en dirección
contraria al sentido de la avenida, ahí fue cuando realmente sentí miedo:
“Date la vuelta o
te quiebro”, amenazó.
De nueva cuenta,
sólo pude imaginarme que podría convertirme en la portada del periódico del día
siguiente si no seguía sus instrucciones.
Avancé cinco
metros, el sujeto ya no estaba, subió las escaleras del puente peatonal para
atravesar la avenida, hizo un sprint tan natural que le habría ganado a Usain
Bolt, y desapareció como un fantasma, pero ahora, con mis pertenencias.
“Carajo, apenas es
sábado”, pensé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario