Sólo en sueños, sólo en el otro mundo del sueño te consigo,
a ciertas horas, cuando cierro puertas detrás de mí.
¡Con qué desprecio he visto a los que sueñan,
y ahora estoy preso en su
sortilegio, atrapado en su red!
(Jaime Sabines, Sólo en Sueños)
No recuerdo la hora, fue durante la madrugada. Yo, impávido,
aún dormitaba.
El calor de tus manos recorría mi piel, el sabor de tus
besos a dulce miel.
Tus labios besaron mi espalda y tu cuerpo me arropaba, como aquellas
noches cuando el amor reinaba.
Mi cuerpo poco a poco se estremecía, y despertar, lo que más
temía.
Las caricias hablaron, no dijimos nada y los roces nos
callaron.
El palpitar de tu corazón en mi pecho detuvo el tiempo, como
aquella última vez que sentía tu cuerpo.
Era el tiempo, era el lugar, por fin descansaba de tanto
naufragar.
El sentimiento era el mismo, volvías a detener mi caída al abismo.
Nada había cambiado, tú y yo, a media noche. No más reclamos,
no más reproches.
Los recuerdos y las esperanzas se hicieron presentes en la
misma alcoba, donde tiempo atrás te quitaba la ropa.
El amor se hizo presente entre incertidumbre y confusión. Tú
y yo, desnudos, bajo el influjo de la pasión.
Los besos fueron el lenguaje de aquella aventura sin peaje.
El futuro incierto, y el pasado historia, mientras la tenue luz
de luna escribía una memoria.
El perdón y el remordimiento habían quedado atrás, se los
había llevado el viento cómplice de la culpa y del entendimiento.
Sin decir ni una palabra, hablamos del ayer y del mañana en
un presente alejado de toda realidad.
Era el momento perfecto: sólo tú y yo.
No sería eterno, pensé.
Cerrar los ojos era volver y saber que no te volvería a ver.
El despertar era igual a morir, y preferible morir a vivir sabiendo
que por la mañana no estarás ahí.
Aquella noche, tan real como las sirenas que secuestran a
los viajeros, tan triste como el hada que no encuentra su lucero.
-Quédate- susurré.
Demasiado tarde, desperté.
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